Y brama aquel día la mar sobre el rompeolas donde se asienta el castillo de Sokoa con una furia tal, que su líquida y azul condición se convierte al batirse contra la piedra en espuma tan blanca como las albas que luce el Santo Padre en Roma, o como las resmas de papel recién salido de los molinos, aún libres de las tonterías con las que los poetas han de llenarlas muy pronto...
Y tras sus almenas se protegen de la cólera marina Beatriz de Navarra y Arnauton de Ezpeleta, que además de ser capitán del Cuerpo de Dragones de Estella, lleva tanto tiempo enamorado de la princesa como para que ella sepa que puede manejarlo a su antojo. Y aunque muchas otras veces le ha pedido que cumpla sus más estúpidos antojos, nunca ha llegado a tanto como lo que ahora mismo le propone:
-¿Veis este anillo que llevo en mi dedo? Pues voy a arrojarlo al océano, y si sois capaz de recuperarlo, os doy mi sagrada promesa de que me casaré con vos en la iglesia de San Juan de Luz...
Y va rebotando el anillo por el espigón. Y cada tintineo que resuena sobre el inclinado paredón se acompasa con los asustados latidos del corazón del pretendiente dentro de su coraza recién bruñida. Y como los locos de amor nunca se paran a meditar las consecuencias de sus actos, se lanza en imprudente vuelo en pos de la alianza. Y rodeado ya por la inmensidad de las aguas que rugen a diestro y siniestro, intenta quitarse la armadura que indefectiblemente lo arrastra al fondo, pero a través de la burbujeante córtina ve a Beatriz allá arriba, y ve también el anillo que se dirige hacia el abismo, y él no duda qué camino seguir...
Durante los tres días y tres noches siguientes se buscó al capitán por toda la bahía de Ziburu, y en la alborada del cuarto, cuando ya se iba a dar por terminado el imposible rescate, apareció en la playa un brazo arrancado, que pudo ser identificado como el de Arnauton, por llevar en él tatuado el emblema de su regimiento. Más extrañó a todos que el puño estuvieran tan cerrado sobre sí mismo que no hubiera forma humana de abrirlo, al menos hasta que a alguien más piadoso se le ocurrió convocar al párroco para que bendijera tan extraordinario hallazgo. Y en cuanto el viejo sacerdote trazó la señal de la cruz en el aire, los cinco crispados dedos se abrieron y dejaron ver, para pasmo general de toda la concurrencia, el dorado anillo de la princesa.
Y cuentan que Beatriz no demudó lo más mínimo su rostro al devolvérsele la joya que había causado la muerte de su pretendiente, que lamentó de cara a la galería. Pero quienes la conocieron saben que en realidad, la enseñanza que sacó de la tragedia fue lo sencillo que era lograr que un hombre hiciera cualquier cosa por ella.
Y pasaron dos años, y la princesa, que seguía luciendo el anillo en su mano, se comprometió en matrimonio con el principe Alfonso de Aragón, y llegado el momento de firmar las capitulaciones, escogió ella para hacerlo el castillo de Sancho Abarca, no sólo por estar en la frontera del reino de su futuro esposo, sino porque algo le decía que no debía acercarse a la costa...
Y en la humilde estancia de aquél palacio, en mitad de aquel yermo bardenero donde se han reunidos las delegaciones de ambos estados, cuando sólo queda por añadir al documento la rúbrica de Beatriz, caen de repente al suelo como muertos todos los asistentes excepto la princesa, que, aturdida, cree oir al otro lado de los muros la imposible -en aquellos lugares- cadencia que marcan las ondas del mar.
Y cuando abre la puerta ve venir contra ella una gigantesca ola que la lanza violentamente hasta el fondo del salón. Y cuando despiertan todos los tan misteriosamente desmayados, pueden acertar a ver una extraña ave que sólo los que tienen experiencia marinera se atreverían a calificar de gaviota, arrancando del dedo de la princesa muerta -ahogada en pleno desierto y con un arpón clavado en su frívolo corazón-, un anillo de oro y saliendo luego por la abierta y apuntada ventana.
Y vuela. Vuela sin descanso todo el día hasta que cuando ya está anocheciendo puede posarse al fin sobre las almenas del castillo de Sokoa. Y entonces y sólo entonces lo arroja al mar, que al recibirlo de nuevo, parece desatar en su seno la más formidable galerna que nadie imaginarse pueda, de tal forma que todos los habitantes de Ziburu o de San Juan de Luz corren a refugiarse en sus casas, clavando las contraventanas que el viento amenaza con arrancar, y dejando las calles totalmente desiertas...
Y sólo en ese preciso momento van saliendo de las embravecidas aguas muchos de aquellos ahogados que cuenta el Apocalipsis que devolverá el mar el Día del Juicio Final, que en ordenada y fantasmagórica procesión van llegando hasta la iglesia de San Juan, donde tienen todos una cita ineludible. Y van llenándose en sepulcral silencio tanto la espaciosa nave como los tres pisos de tribunas que rodean el templo. Y pueden verse allá muy juntos a hombres de las cavernas, a fenicios, a griegos, a romanos, a galos, a vascones, a suevos, vándalos y alanos, a visigodos y merovingios, a francos y leoneses, a castellanos, aquitanos e ingleses, a bretones y a navarros,y en general a todos los hombres que alguna vez naufragaron en este punto exacto del océano.
Y todos ellos miran hacia el altar, donde todo un señor arzobispo rodeado de docenas de concelebrantes se dispone a celebrar por fin la boda a la que Arnauton quedó emplazado. Y justo en el momento en que el anillo dos veces arrancado del mar se posa en el dedo del recién desposado, el primer rayo de sol entra por las vidrieras del ábside y va deshaciendo y devolviendo a todas aquellas espectrales figuras a su morada abisal, mientras afuera va retornando la calma tras la terrible tempestad.
Y al llegar la hora de la primera misa, encontraron los sacristanes sobre las escaleras del altar una descarnada mano sobre cuyos huesos brillaba un grueso anillo de oro. Y consultado el señor párroco sobre qué hacer con semejante descubrimiento, juzgó su eminencia que lo mejor sería depositarlo en el navío a escala que colgaba y aún cuelga de la bóveda de la iglesia, pues le pareció sin duda el mejor lugar para esperar el cumplimiento de la promesa apocalíptica...
Y muchas otras cosas sobre tan asombroso asunto podría seguir contando este cronista, si no tuviese que lanzarse él también al mar en busqueda de un anillo arrojado por alguna caprichosa dama, que quien crea que los hombres sacamos provecho de estas moralejas escritas, anda muy pero que muy equivocado...
Y tras sus almenas se protegen de la cólera marina Beatriz de Navarra y Arnauton de Ezpeleta, que además de ser capitán del Cuerpo de Dragones de Estella, lleva tanto tiempo enamorado de la princesa como para que ella sepa que puede manejarlo a su antojo. Y aunque muchas otras veces le ha pedido que cumpla sus más estúpidos antojos, nunca ha llegado a tanto como lo que ahora mismo le propone:
-¿Veis este anillo que llevo en mi dedo? Pues voy a arrojarlo al océano, y si sois capaz de recuperarlo, os doy mi sagrada promesa de que me casaré con vos en la iglesia de San Juan de Luz...
Y va rebotando el anillo por el espigón. Y cada tintineo que resuena sobre el inclinado paredón se acompasa con los asustados latidos del corazón del pretendiente dentro de su coraza recién bruñida. Y como los locos de amor nunca se paran a meditar las consecuencias de sus actos, se lanza en imprudente vuelo en pos de la alianza. Y rodeado ya por la inmensidad de las aguas que rugen a diestro y siniestro, intenta quitarse la armadura que indefectiblemente lo arrastra al fondo, pero a través de la burbujeante córtina ve a Beatriz allá arriba, y ve también el anillo que se dirige hacia el abismo, y él no duda qué camino seguir...
Durante los tres días y tres noches siguientes se buscó al capitán por toda la bahía de Ziburu, y en la alborada del cuarto, cuando ya se iba a dar por terminado el imposible rescate, apareció en la playa un brazo arrancado, que pudo ser identificado como el de Arnauton, por llevar en él tatuado el emblema de su regimiento. Más extrañó a todos que el puño estuvieran tan cerrado sobre sí mismo que no hubiera forma humana de abrirlo, al menos hasta que a alguien más piadoso se le ocurrió convocar al párroco para que bendijera tan extraordinario hallazgo. Y en cuanto el viejo sacerdote trazó la señal de la cruz en el aire, los cinco crispados dedos se abrieron y dejaron ver, para pasmo general de toda la concurrencia, el dorado anillo de la princesa.
Y cuentan que Beatriz no demudó lo más mínimo su rostro al devolvérsele la joya que había causado la muerte de su pretendiente, que lamentó de cara a la galería. Pero quienes la conocieron saben que en realidad, la enseñanza que sacó de la tragedia fue lo sencillo que era lograr que un hombre hiciera cualquier cosa por ella.
Y pasaron dos años, y la princesa, que seguía luciendo el anillo en su mano, se comprometió en matrimonio con el principe Alfonso de Aragón, y llegado el momento de firmar las capitulaciones, escogió ella para hacerlo el castillo de Sancho Abarca, no sólo por estar en la frontera del reino de su futuro esposo, sino porque algo le decía que no debía acercarse a la costa...
Y en la humilde estancia de aquél palacio, en mitad de aquel yermo bardenero donde se han reunidos las delegaciones de ambos estados, cuando sólo queda por añadir al documento la rúbrica de Beatriz, caen de repente al suelo como muertos todos los asistentes excepto la princesa, que, aturdida, cree oir al otro lado de los muros la imposible -en aquellos lugares- cadencia que marcan las ondas del mar.
Y cuando abre la puerta ve venir contra ella una gigantesca ola que la lanza violentamente hasta el fondo del salón. Y cuando despiertan todos los tan misteriosamente desmayados, pueden acertar a ver una extraña ave que sólo los que tienen experiencia marinera se atreverían a calificar de gaviota, arrancando del dedo de la princesa muerta -ahogada en pleno desierto y con un arpón clavado en su frívolo corazón-, un anillo de oro y saliendo luego por la abierta y apuntada ventana.
Y vuela. Vuela sin descanso todo el día hasta que cuando ya está anocheciendo puede posarse al fin sobre las almenas del castillo de Sokoa. Y entonces y sólo entonces lo arroja al mar, que al recibirlo de nuevo, parece desatar en su seno la más formidable galerna que nadie imaginarse pueda, de tal forma que todos los habitantes de Ziburu o de San Juan de Luz corren a refugiarse en sus casas, clavando las contraventanas que el viento amenaza con arrancar, y dejando las calles totalmente desiertas...
Y sólo en ese preciso momento van saliendo de las embravecidas aguas muchos de aquellos ahogados que cuenta el Apocalipsis que devolverá el mar el Día del Juicio Final, que en ordenada y fantasmagórica procesión van llegando hasta la iglesia de San Juan, donde tienen todos una cita ineludible. Y van llenándose en sepulcral silencio tanto la espaciosa nave como los tres pisos de tribunas que rodean el templo. Y pueden verse allá muy juntos a hombres de las cavernas, a fenicios, a griegos, a romanos, a galos, a vascones, a suevos, vándalos y alanos, a visigodos y merovingios, a francos y leoneses, a castellanos, aquitanos e ingleses, a bretones y a navarros,y en general a todos los hombres que alguna vez naufragaron en este punto exacto del océano.
Y todos ellos miran hacia el altar, donde todo un señor arzobispo rodeado de docenas de concelebrantes se dispone a celebrar por fin la boda a la que Arnauton quedó emplazado. Y justo en el momento en que el anillo dos veces arrancado del mar se posa en el dedo del recién desposado, el primer rayo de sol entra por las vidrieras del ábside y va deshaciendo y devolviendo a todas aquellas espectrales figuras a su morada abisal, mientras afuera va retornando la calma tras la terrible tempestad.
Y al llegar la hora de la primera misa, encontraron los sacristanes sobre las escaleras del altar una descarnada mano sobre cuyos huesos brillaba un grueso anillo de oro. Y consultado el señor párroco sobre qué hacer con semejante descubrimiento, juzgó su eminencia que lo mejor sería depositarlo en el navío a escala que colgaba y aún cuelga de la bóveda de la iglesia, pues le pareció sin duda el mejor lugar para esperar el cumplimiento de la promesa apocalíptica...
Y muchas otras cosas sobre tan asombroso asunto podría seguir contando este cronista, si no tuviese que lanzarse él también al mar en busqueda de un anillo arrojado por alguna caprichosa dama, que quien crea que los hombres sacamos provecho de estas moralejas escritas, anda muy pero que muy equivocado...
© Mikel Zuza Viniegra, 2011