Pamplona, 13 de octubre de 1238
Hace frío, siempre hace frío en este condenado palacio de la Navarrería. ¿O será él mismo quien lleva el frío dentro de sí? Afuera calienta el sol, lo que es ciertamente raro para esta época del año, y para esta ciudad en cualquier época.
Se frota las manos con fuerza, y después las acerca al candelero, pero la débil lumbre no hace que sus dedos recuperen la tibieza. Aún así pasa el tintero por encima de la llama para que el liquido negro pierda su espesor. Y en un vaso diminuto vierte un poco de Armagnac antes de sentarse a la mesa cubierta de libros.
Y el rey Teobaldo I de Navarra se pone a escribir. A escribir como quien lo sabe todo perdido, sin poder perder ya nada más por tanto:
Hace frío, siempre hace frío en este condenado palacio de la Navarrería. ¿O será él mismo quien lleva el frío dentro de sí? Afuera calienta el sol, lo que es ciertamente raro para esta época del año, y para esta ciudad en cualquier época.
Se frota las manos con fuerza, y después las acerca al candelero, pero la débil lumbre no hace que sus dedos recuperen la tibieza. Aún así pasa el tintero por encima de la llama para que el liquido negro pierda su espesor. Y en un vaso diminuto vierte un poco de Armagnac antes de sentarse a la mesa cubierta de libros.
Y el rey Teobaldo I de Navarra se pone a escribir. A escribir como quien lo sabe todo perdido, sin poder perder ya nada más por tanto:
¿Qué quedará cuando sus huellas terminen de colmarse,
y ningún guía pueda ya seguir el tenue rastro que ella dejaba sobre el barro?
Lirios del valle sin túnicas violeta,
ceñirán con sus tallos resecos a la parda tierra.
Y como leña verde que antes de arder al fuego desafía,
habrán vivido sólo por poder servir de cordón a sus sandalias.
Fresas ocultas bajo el latido de los helechos guardianes.
Estrellas de nieve fundidas en leche caliente derramada.
No habrá sello partido que pueda contener la crecida,
ni necesidad de repensar nuevos y laboriosos planes.
Sólo allá, en el Ultramar donde confinan todos los mapas,
podré olvidar cuando los ángeles renunciaron a sus alas.
Y si la arena del desierto me envuelve y me ciega,
¡valor!, que no es nada morir para quien nació de verdad al verla...
-Este poema no lo entiendo tan bien como los otros que habéis compuesto, Teobaldo.
-¿Cuánto tiempo llevábais ahí, mi buen Felipe de Nanteuil?
-No demasiado, pero estábais tan concentrado en ese papel que no me oísteis entrar, y no me pareció bien distraeros hasta que hubiéseis terminado. Mas, ¿no vais a hacer que rime?
-No es la forma lo que importa, querido amigo, sino el contenido de los versos.
-Ya, pero con lo bien que quedarían esos gritos de ¡É, É, É! con los que cerráis muchas de vuestras estrofas...
-Los sentimientos más profundos nunca necesitan decirse a gritos.
-Pues a mí me sigue pareciendo raro.
-Pero es que no es a vos a quien va dirigido.
-¿Queréis entonces que os sirva de correo?
-No. Ella no leerá nunca este romance.
-Pues entonces ¿para qué perdéis el tiempo escribiéndolo?
-Porque es justamente de esta manera como cobra todo su sentido...
-Vos sois el poeta, pero sigo sin comprender nada.
-No soy poeta, al menos no lo soy bueno. Pero vais por buen camino, que no entender nada es el primer paso para echarse a andar por las veredas de la sabiduría...
-¿También de la sabiduría en amores?
-En esa no hay alumno aventajado, pero sí maestras de dulce o amarga lección...
-Muy filósofo os veo, ¿no preferiríais venir a jugar a pelota con nosotros en el frontón de La Mañueta? Balduino y Raul nos esperan abajo...
-Hoy no. Quizás mañana.
-Eso mismo me dijistéis ayer, y también la semana pasada y la anterior. Pero como queráis, aunque me llevo el Armagnac, que mal consejero es éste para los que tienen penas de amor.
Y echa el cerrojo Teobaldo cuando sale de la estancia Felipe, que no quiere más interrupciones. Y saca de debajo del cojín que le hace más cómodo el trono, otra botella de ese mismo Armagnac que aquél necio ha dicho que no es buen orientador y maestro. Y de la escarcela que cuelga de su tahalí saca uno de sus sellos reales.
Pero sólo es una mitad, porque está partido. Y mientras agita el licor en su redonda copa piensa, con un poso de tristeza en la mirada, en dónde estará la otra mitad del sello, y brinda porque todo le vaya bien a su dueña...
© Mikel Zuza Viniegra, 2011