Aibar, madrugada del 23 de octubre de 1451
Las hogueras de las tropas de Juan II se ven brillar en la oscuridad de la noche, al otro lado de las murallas que protegen la población, atestada por la guarnición y los refuerzos que han venido a engrosar la hueste del príncipe de Viana, que encapuchado y con la única compañía de su tío el prior don Juan de Beaumont, recorre las callejuelas observando a aquella multitud que vive la noche como si fuera la última de sus vidas. Y ciertamente muchos morirán al día siguiente, así que ninguno de los dos personajes tienen ánimo de reconvenir los excesos a los que se entregan sus hombres en las repletas tabernas.
Hasta que se detienen en la puerta de una de ellas, y ven en el interior a una turba de borrachos riéndose de un pobre juglar que, aunque está tan ebrio como ellos, intenta continuar con su espectáculo, sorteando las puntas de las espadas de quienes intentan pincharle entre carcajadas. Don Juan se prepara para intervenir en ayuda de aquél desgraciado, pero don Carlos le hace un gesto para indicarle que espere, que quiere oír lo que el cómico, subido en una de las astrosas mesas, va a recitar. Y esto dice el comediante:
-"Ser o no ser, esa es la cuestión.
¿Qué es más noble para el alma:
sufrir los golpes y las flechas de la injusta fortuna
o tomar las armas contra un piélago de calamidades y,
haciéndoles frente, acabar con ellas?
Morir, dormir... nada más;
y con un sueño poder decir que acabamos con el sufrimiento del corazón
y los mil conflictos que por naturaleza son herencia de la carne...
He aquí un final piadosamente deseable.
Morir, dormir, dormir... tal vez soñar.
Sí, ahí está la dificultad.
Porque en el sueño de la muerte,
¿qué sueños pueden sobrevenirnos
una vez liberados del torbellino de la vida...?"
-¡Cállate ya, pelmazo! ¡No sabes más que poesías! ¿No sabes cantar? A lo mejor ni bailar... -interrumpe al transfigurado actor uno de los impacientes soldados.
-¡Déjale que continúe! -exclama desafiante el príncipe descubriendo su rostro entre la sorprendida multitud. Y el actor, con una reverencia de agradecimiento, prosigue:
-"Pero llega la reflexión,
y de ella nace el temor,
que convierte el infortunio en tan duradero.
Porque ¿quién soportaría los latigazos y los insultos del tiempo,
la injusticia del opresor, el desprecio del orgulloso,
el dolor penetrante de un amor despreciado, la tardanza de la ley,
la insolencia del poder, y los insultos
que el paciente mérito recibe del hombre indigno,
cuando uno mismo podría procurarse el reposo
con un simple puñal...?
¿Quién llevaría tan dura carga, y
gemiría y sudaría bajo el peso de la vida, de la vida..."
Y calla entonces el rapsoda, pues los vapores del alcohol le han hecho olvidar su papel. Con su triste y perdida mirada suplica a don Carlos que le ayude en aquel trance, y entonces el príncipe de Navarra toma el testigo a aquel andrajoso príncipe de Dinamarca y declama:
-"Si no temiera aún algo después de la muerte?
Esa ignorada región cuyos confines
ningún viajero vuelve a traspasar...
Ese temor sujeta nuestra voluntad
y nos hace soportar los males que nos afligen,
antes que lanzarnos a otros desconocidos.
Así, la conciencia nos convierte a todos en cobardes..."
Un fuerte ataque de tos interrumpe violentamente el monólogo, pues tiempo ha que don Carlos siente sus pulmones enfermos, así que debe abandonar la cantina para que aquellos hombres que mañana han de luchar por él, no piensen que su causa está perdida antes de iniciar la batalla.
A la luz de un candil, en lo más oscuro del callejón, y mientras los blancos pañuelos que le ofrece el prior van cubriéndose de sangre bermeja, el príncipe termina la representación para su único espectador:
-"...y así el vivo color de la resolución,
enferma por el hechizo pálido del pensamiento,
y se pierde el oportuno y fugaz momento de pasar a la acción..."
-Volved a la taberna y entregad esta bolsa de monedas de mi parte al juglar. Dudaba de enfrentarme a mi padre hasta que él me ha recordado que nadie evocará jamás mi memoria si, imitando a aquel incierto señor don Hamlet, una perpetua indecisión me convierte en estatua de sal e impide que se haga diáfano a todos mi legítimo derecho a la corona de Navarra.
Sí, querido tío: lo que haya de ser mañana, será...
© Mikel Zuza Viniegra, 2010