martes, 26 de octubre de 2010

LOS VIEJOS OLVIDAN...



Olite, 5 de noviembre de 1415

Sopla fuerte el cierzo allá afuera, y por mucho que los criados se afanan en mantener caldeada la habitación reponiendo los troncos en las amplias chimeneas, el rey no puede quitarse de encima el frío que le cala hasta los huesos. Desde que hace unos meses falleció la reina Leonor, siente como si la muerte se hubiera enseñoreado del castillo, y él mismo ha contribuido a ello encargando a su maestro de obras, el flamenco Jehan de Lomme, un sepulcro magnífico, como nunca otro rey de Navarra haya tenido jamás.

Primero ha hecho tallar el semblante de su esposa, que el artista ha tenido que realizar únicamente en base a la descripción que de ella hizo el soberano. Y luego el propio Carlos ha posado durante agotadoras jornadas para que su retrato sea lo más fidedigno posible. Precisamente en medio de una de esas sesiones oye sonar la trompeta del guardia de la torre de la Atalaya, anunciando que llegan mensajeros. Por la ventana distingue las flores del lis que surcan la bandera del legado que cabalga hacia el castillo.

-Podéis continuar con vuestra labor, Jehan. Yo iré mientras tanto a recibir al visitante en el salón de audiencias, pues si ve vuestra maravillosa obra, cuando vuelva a París explicará a su señor hasta el mínimo detalle de mi tumba, y éste ordenará copiarla con esmero para no ser menos que yo. Le conozco demasiado bien, es un resentido…

La corona cuelga de uno de los reposabrazos del trono. Se la coloca sin ceremonia alguna antes de sentarse, y después ordena que entre el viajero, que es efectivamente un heraldo de la corte francesa, que dice llamarse “Montjoie”. Así habla ante el boquiabierto Consejo Real de Navarra:

-Sabed, Majestad y señores todos, como hace apenas diez días, festividad de los Santos Crispín y Crispiniano, junto a la aldea de Azincourt, quiso Dios enviar un castigo ejemplar contra el orgulloso reino de Francia, que envanecido del poder alcanzado por sus nobles se creía invencible. Pero bastó una sola batalla para deshacer a la flor y nata de la caballería. Y no fueron otros caballeros como ellos quienes lo lograron, porque los ingleses no tenían apenas monturas, y era su número cinco veces inferior al de nuestras tropas, sino su bárbaro populacho, armado con largos arcos de madera de tejo, que una y otra vez enviaron lluvias de mortíferas saetas sobre nuestras líneas, hasta que al atardecer más de nueve mil franceses yacieron muertos sobre el campo.

Y sabed también que el comandante de los ingleses fue su propio rey, el magnífico soberano Enrique, o Harry, como ellos le llaman. Y que cuando todos sus lugartenientes le intimaban a rendirse, les animó con tan bellas y atinadas palabras, que os digo que ni aquel Alejandro arengando a sus macedonios pudo igualársele, pues tocó el aterrado corazón de soldados tan aguerridos como Bedford y Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury o Gloucester, diciéndoles que no quería ni un solo hombre más con él de aquellos que en ese momento dormían tranquilos en Inglaterra, pues cuantos menos fueran, más Gloria les tocaría para repartir, y de esta manera serían sus nombres recordados por las generaciones futuras hasta el fin de los tiempos, y todos brindarían por ellos con copas rebosantes cuando llegase cada año la fiesta de San Crispín...

Y fuese por mediación de santo tan poderoso, o por el legítimo deseo de Nuestro Señor Jesucristo de castigar nuestra soberbia, el hecho cierto y milagroso es que apenas 15 caballeros ingleses perecieron en la refriega, y ahora es dueño el príncipe Harry no sólo de su brumosa isla allende los mares, sino también de la dulce Francia, y ha sido ya concertado su matrimonio con la princesa Catalina, de tal forma que el heredero que les llegue, reinará sobre ambos territorios, que al fin alcanzarán la paz tras tantos años de luchas y combates.
Esto es todo lo que me ordena comunicaros mi señor el rey Carlos VI de Francia, vuestro amado primo.

Y manda entonces el rey de Navarra, no en vano apodado “el Noble”, que sea conducido el emisario a la estancia más confortable del imponente castillo, para que pueda descansar tras llevar a cabo la misión encomendada. Y cuando queda solo en la cámara regia, piensa don Carlos que, si su padre hubiera jugado mejor sus cartas y hubiese alcanzado el trono francés, como por derecho le correspondía, ahora sería él mismo quien hubiera tenido que enfrentarse al gallardo e invencible rey inglés, hijastro por cierto de su hermana Juana, casada con el anterior rey de Inglaterra, el muy valeroso señor Enrique IV de Lancaster. Y al darse cuenta de semejante posibilidad, se alegra por primera vez en muchos meses, pues comprende entonces que vale mucho más gobernar pacíficamente un reino pequeño como Navarra, que andar peleando toda la vida por uno más grande pero imposible de administrar. Y se asoma a la ventana para contemplar las cercanas torres de Santa María, de San Pedro y también la del Chapitel, que mecen con sus campanadas las horas de su tranquila corte.

Y en esa paz doméstica y serena, no siente ya envidia ninguna ni del ambicioso inglés ni del petulante francés. Y sí, puede que allá arriba, en Ujué, el corazón de su belicoso padre palpite de indignación ante semejante desenlace, mas él ya tuvo su oportunidad de regir Navarra, y sólo la Historia podrá juzgar quien lo hizo mejor, si el padre o el hijo…

Y fue esto escrito la noche del día de San Crispín y San Crispiniano, 25 de octubre de 2010, 595 aniversario de la muy famosa y ejemplar batalla de Azincourt.




© Mikel Zuza Viniegra, 2010