jueves, 9 de septiembre de 2010
CAMBIO DE LOOK
Hace un lustro ya que Esteban de Idoate asumió la regencia de Navarra y en todo ese tiempo apenas ha recibido noticias de Blanca, que permanece en algún lugar de la gélida Escandinavia.
Es cierto que cada año, para la fiesta que conmemora el aniversario de la coronación del primero de los Teobaldos, la reina ausente le envía una carta, y también que el capitán la lee y la relee buscando hallar una clave oculta más allá de las instrucciones políticas o de las quejas sobre el clima extremo del lugar donde vive. Pero nunca encuentra nada que le permita albergar la más mínima esperanza de que ella regresará algún día. A pesar de ello guarda esos cinco mensajes siempre muy cerca de sí, pues los siente como si fuesen las cinco últimas golondrinas que se resisten a emigrar ante la llegada del crudo invierno.
En una de esas cartas, Blanca le habla del nuevo estilo arquitectónico que se va extendiendo por todas partes. Según ella las bóvedas apuntan más y más hacia el cielo, los muros se adelgazan e incluso se rasgan para dar paso a la luz y desterrar de esa forma las tinieblas infinitas del arte anterior, haciendo que el espíritu ascienda hacia lo alto por aquellos rayos de sol teñidos de colores que las vidrieras filtran…
Pero no cree Esteban tener el ánimo para tanta luz y tan poca piedra, pues nació y ha vivido siempre saltando entre castillos rocosos y, si acaso alguna vez necesita emplear su tiempo en rezos y plegarias, prefiere hacerlo en la penumbra de las pequeñas iglesias de su valle natal, donde apenas se distingue más luz que la oscilante de la lamparilla al fondo de la nave. Las cuitas que tengamos Dios y yo –piensa- nadie más tiene por qué saberlas…
Sin embargo ha entendido la recomendación, pues recuerda bien que Blanca jamás ordena, sino que le basta con sugerir lo que debe hacerse en cada momento. Y ese es un gran privilegio que han tenido siempre las princesas de Navarra y aún las que, no recibiendo el tratamiento de alteza, habitan entre estas mugas. Y no está el capitán por la labor de acabar con tal costumbre, que ha sido soldado y sabe que no conviene emprender batallas perdidas de antemano.
Así que hace llamar a todos los mazoneros disponibles, y envía a cada uno de ellos a un lugar diferente del reino, con el mandato expreso de que construyan iglesias y palacios en el nuevo estilo. Sólo Izagaondoa y la Valdorba quedarán fuera de este decreto, pues no le parece puesto en razón deshacer los edificios donde Blanca y él pasaron su infancia, y cree que ella, que tiene en la espalda tres hermosos lunares justo en la misma disposición triangular que los castillos de Leguin, Monreal e Irulegi adoptan en el mapa, pensaría igual y no querría cambiar nada de aquellas comarcas.
En poco tiempo Navarra entera queda cubierta por un blanco manto de templos y de castillos ojivales. Todos en perfecto orden de revista por si su soberana decide inspeccionarlos aunque, mientras eso no ocurra, es Esteban quien procede a visitarlos y a maravillarse con alguna de las arriesgadas fábricas levantadas por el talento de los canteros. Pero sólo en una de ellas, la de Larumbe, rompe su habitual mutismo y pide hablar con el maestro que está tallando aquellas singulares figuras del pórtico. Oiréis lo que le dice:
-He contemplado prácticamente todas las obras que la reina pidió que se pusieran en marcha, y puedo aseguraros que la vuestra no se parece a ninguna de ellas. Y como lo excepcional es lo que perdura para siempre en la memoria, quiero pediros que nos esculpáis a Blanca y a mí en uno de los capiteles que os restan por completar. Quisiera que nos representaseis como cuando nos solazábamos en los jardines llenos de lirios del palacio de Mendinueta, sentados con las piernas cruzadas jugando a ser reyes moros, yo con mi barba y ella con su largo pelo moreno. Cuando parecía que siempre estaríamos juntos…
Al callar el último cincel, envía el capitán una paloma hacia Thule con un único mensaje: “Siempre como tú desees”. Y cuando la ve desaparecer volando hacia el norte, invita al maestro a compartir con él uno de aquellos famosos mejunjes suyos con enebro y nieve que, si no quitan las penas del corazón, al menos las templan bastante.
Y silba el viento entre los árboles, y repiquetea el río allá abajo…
© Mikel Zuza Viniegra, 2010