Año 1349.
Carlos II se hace cargo del reino tras la muerte de su madre. Recién concluida la ceremonia de coronación, el Consejo se reúne para escuchar las directrices del soberano de cara a la nueva época que se avecina. Así les habla el rey:
-Señores, el anterior gobernador, proveniente del reino de Murcia, me ha hecho saber que Navarra es una nación modesta, que nuestros competidores siempre han contado con más medios que nosotros a la hora de lograr sus objetivos, y que los arbitrajes del Papa y de otros monarcas extranjeros no suelen favorecernos prácticamente nunca.
Le he agradecido sus servicios y le he dado licencia para volver a sus dominios, pues vienen tiempos nuevos para nuestro país. Pasó la época de la resignación y de conformarnos con perder sólo dos o tres pueblos fronterizos. La política, como el juego, no tiene sentido alguno si no demuestras ambición por ganar, y yo, señores, soy muy ambicioso…
Sé que los resultados de las últimas confrontaciones han sido totalmente contrarios a nuestros intereses, y que eso viene siendo así al menos desde hace un siglo, cuando Martín Tippia era quien adiestraba a los nuestros, bajo el mandato de don Sancho VII. A partir de entonces sólo derrotas o salvaciones in extremis, cuando ya todos daban por perdido el reino. Y yo os pregunto:
¿Cuál creéis que puede ser la causa?
Así contesta el álferez real, don Enrique Martín de Monreal:
-Majestad, es bien sabido que las últimas hornadas de guerreros navarros no han colmado las expectativas que en ellos teníamos puestas. Hay épocas en las que salen muchos y buenos, y otras en las que cuesta distinguir el grano de la paja. Por si eso fuera poca cosa, el señor de Vizcaya se empecina en tentar a nuestros mejores elementos apenas muestran su destreza…
-Todo eso que me decís está muy bien, don Martín, y ciertamente una de las cosas que más ansío conseguir bajo mi gobierno es aplastar a los vizcaínos, a ser posible en su propio terreno. Pero todo esto no deja de sonarme a excusa, pues ante esas ausencias y robos que lamentáis, vos teníais la potestad otorgada por la anterior mandataria para haceros con los servicios de mercenarios venidos de otras tierras, que pudieran enseñar su supuesta maestría a nuestros jóvenes. Sin embargo, no parece que hayáis mostrado mucho tino en vuestro cometido, pues ahora yo debo hacer frente a sus fabulosos sueldos, y según las crónicas que he podido consultar, excepto un par de ingleses, un súbdito de la corona polaca, y otros dos ciudadanos de la República Oriental, todos los demás no han hecho más que cobrar y escurrir el bulto...
-Con el debido respeto, Sire: con el dinero del que dispongo habitualmente no podemos atraer más que a descartes de las Grandes Compañías o a expedicionarios a los que ya no les quedan muchos años de ejercicio…
-¿Y entonces no será mejor combatir utilizando a luchadores que sientan de verdad el escudo que llevan sobre el corazón? Y sé lo que me vais a decir: que es de locos pretender el nivel de los grandes reinos sólo con gente de casa. Pero si no les damos oportunidad de demostrar lo que valen ¿cómo sabremos si sirven o no?
-Alteza: la estrategia habitual ha sido siempre dejar que se fogueasen en batallas de menor categoría y, si rinden, después recuperarlos. El anterior gobernador, además, era partidario de utilizar una mayoría de veteranos bien bregados en estas lides…
-Pero entonces son otros los que se aprovechan de los años de adiestramiento que les hemos proporcionado, señor alférez. Y en cuanto a la veteranía, yo mismo cuento dieciocho primaveras, justo es pues que confíe más en quienes tienen parecida edad a la mía que en aquellos que están de vuelta ya en este complicado mundo del prestigio internacional…
-Os entiendo, Sire. Pero no dejéis que vuestra juventud atropelle a vuestra prudencia. Llevo muchos años en estos menesteres como para no saber que si apostamos por un grupo eminentemente joven, el gobernador ha de ser alguien experimentado, que prácticamente haya nacido con una espada en la mano y que sepa de tácticas y de estrategias tanto como aquel Ricardo de Inglaterra que fue marido de vuestra antepasada Berenguela.
-¿Y dónde encontrar a alguien así, don Martín?
-Si consultáis los legajos que he ido recopilando en los últimos meses, podréis ver que tengo dos candidatos principales: el primero es don Clemente de Barakaldo, señor de Amarrategi. Su pericia no es muy complicada: le basta con dejar que el adversario lleve la iniciativa y aprovechar el menor descuido haciendo que la vanguardia se aproveche de los ataques en largo del resto de líneas. El otro aspirante, y si me lo permitís, mi favorito, es don Guidoriccio da Fogliano, condottiero italiano que ha mostrado sus habilidades en repúblicas postineras como Siena, Florencia o Lucca. Y no creáis que son aquellas plazas lugares donde resulte fácil acumular victorias, pues todos plantean los choques pensando más en no perder que en alcanzar los laureles del triunfo. Su despliegue táctico pasa por implicar a todas las fuerzas en el mismo afán: todos atacan y todos defienden. Eso le permitió alcanzar victorias tan renombradas como la de Montemassi y la de Sassoforte. Es cierto que esto sucedió hace casi veinte años ya, pero ha seguido peleando duro, y no ha perdido su mano para las batallas. Además, todos sus planteles se caracterizan por emplear una mayoría de jóvenes en sus estrategias, que no se pueden llevar a cabo si no es contando con mucha fuerza en sus filas. En la carpeta podéis ver su retrato, pintado por don Simone Martini, que le muestra valiente y orgulloso montado en un caballo engualdrapado con sus colores negros y dorados. No os costará trabajo imaginarle de la misma guisa defendiendo el rojo y azul de vuestra casa…
-Sea pues como decís, señor alférez: moved todos los hilos que sean necesarios para la contratación de ese don Guido, y no os preocupe esta vez el dinero, que, como marca el Fuero, el nuevo rey tiene potestad para acuñar ingente cantidad de moneda…
Y ojalá que con él queden desterradas para siempre expresiones tan inicuas y faltas de fe en nosotros mismos como “Somos Navarra, no podemos aspirar a más”, o “Aún no estamos salvados”, o “El principal objetivo es llegar a los 43 pueblos y aldeas conquistadas y después ya se verá” u “Os equivocáis: yo he visto el mismo número de combatientes almohades que navarros”.
-Majestad, ¿también la que dice que “Si nos confiamos somos muy malos”?
-Esa la juzgo como la peor de todas, y he de castigar con doscientas subidas seguidas a pie desde Tajonar al castillo de Irulegi a quien se la oiga, pues puede que no seamos mejores que nuestros enemigos, pero tampoco debemos tenernos en menos antes de empezar a guerrear.
No, señores. Os digo que esos tiempos quedaron atrás, y muy pronto se hablará de nosotros con miedo en las lejanas y escocesas tierras de Glasgow, en las germanas ciudades de Stuttgart y Leverkusen, en los otomanos lugares de Sofía y Trapisonda, en el ducado italiano de Parma, en los helados fiordos de Odense, y en los dominios franceses de la villa de Lens y de los Girondinos de Burdeos.
Lo habéis de ver todos bien pronto…
© Mikel Zuza Viniegra, 2010