sábado, 10 de abril de 2010

SIETE DE ABRIL DE...



Le han dicho que hoy es siete de abril, pero eso ya nada significa para el viejo rey de los navarros, Sancho, apodado "el Fuerte" en su juventud, y ahora simplemente "el encerrado", que pasa sus tristes días en el castillo sobre la hermosa ciudad de Tudela, cuya mejana reverdece al tibio sol primaveral.

Ya no puede recorrerla a caballo, como gustaba hacer junto con su hermano Fernando, que siempre le ganaba en las carreras que organizaban en el puente. Ordenaban en esas ocasiones a los guardias que mantuvieran abiertas las puertas de las tres torres y, a una señal de sus hermanas Blanca y Berenguela, que dejando caer un pañuelo al suelo indicaban el inicio de la competición, espoleaban los ijares de sus caballos y se lanzaban a toda velocidad hasta alcanzar la otra orilla del Ebro.

Sí,siempre ganaba Fernando, porque Sancho resultaba demasiado pesado para su cabalgadura, y porque además debía tener mucho cuidado de agacharse en cada una de las puertas, por temor a darse con sus nunca suficientemente levantados rastrillos. Su hermano, ganador, hacia entonces chanzas sin cuento sobre la lentitud de Sancho, al que aún le faltaba un buen trecho para llegar a la meta.

Ahora todos sus hermanos han muerto, o viven en lugares tan lejanos que es como si lo estuviesen. Todos menos él, que reza todos los días a Santa María la Blanca para que se lo lleve con ella de una vez.

Ya vienen los médicos a mortificarle una mañana más con sus ineficaces curas para la pierna ulcerada que le arranca quejidos de dolor, a él, que podía doblar las espadas de sus adversarios simplemente tensando el brazo... Ahora ha de contemplar como le colocan sobre la tremenda herida un trozo de carne de gallina, por ver si el pequeño cangrejo que dicen le zahiere por dentro, se complace en comer carne de ave en vez de carne de rey, y no ahonda más y más en la supurante llaga, pero el maldito no parece gustar de esas exquisiteces, y encima el pobre Sancho ha oído que en la ciudad piensan que la gallina está viva, y que lo que hace es picotearle la pierna para quitarle las partes más gangrenadas. No faltaba más que eso...

Ya es mediodía, de la ciudad llegan mezcladas las voces de las campanas y del muecín. El viejo prefiere centrar su atención en la salmodia de este último, pues demasiado bien sabe que las próximas campanas que suenen lo harán por él, y es entonces cuando, mecido por las alabanzas a Alá y al Profeta, recuerda la piel morena de Zorayda, sus pulseras en los tobillos, sus tatuajes de raras geometrías en las manos, que un día eran de una forma, y al siguiente de otra, pues dueñas del otro lado del desierto venían de sus lejanas tierra sólo para adornarla con ellos. Recuerda también la mitad de su rostro velado, y aquellos ojos que valían, a decir de su padre el Emir, todo Al-Andalus. Y tenía razón al decirlo, porque tantos años después Sancho sigue mirando a aquellos ojos de largas pestañas como si la muerte no los hubiese cerrado para siempre...

Y escucha entonces la música, y se ve cruzando otra vez el mar por última vez, y la ve bailar para él de nuevo, pero con una cadencia desconocida, pues sus brazos y todo su cuerpo parecen estar diciéndole: ¡ven conmigo, buen príncipe Sancho!. Y cuando la última de las notas se escapa del laud, el rey levanta sus brazos e inclina la cabeza.

Sancho está muerto. Y no importa cuando ocurrió, porque el tiempo es un pasillo de multiples puertas.

Hoy es 7 de abril de 1234, y puede serlo también de 2010...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010