lunes, 26 de enero de 2015

RAIN AND TEARS

Catedral de Pamplona, 26 de enero de 1401

Esto de recibir en Navarra a embajadores y viajeros orientales  se está convirtiendo ya en una costumbre, piensa el rey don Carlos III, que hace ahora justamente 17 años ya estuvo presente en el recibimiento a la comitiva del rey don León V de Armenia.

En aquel entonces fue su padre, el muy poderoso señor don Carlos II quien regaló a su visitante una hermosa nave de plata llena de florines de oro. Pero esta vez, según han prometido las cartas llegadas desde París, será el viajero quien agasaje al soberano navarro, y nada menos que con dos importantísimas reliquias: un trozo de la vera cruz de Cristo, y un pedazo de la túnica que lo cubría cuando entró en Jerusalén.

Cierto es que nadie entrega tesoros tan preciados si no espera algo a cambio, y ¿qué puede anhelar don Manuel II Paleólogo, emperador de Constantinopla, más que ayuda para defender su ciudad del constante asedio de los turcos? 

Tiempo habrá de discutir las condiciones de tan imperioso ruego, que no está Navarra -como de costumbre- para enviar tropas a países lejanos, y cree don Carlos además -con mucha razón- que ya cumplieron al respecto con la aventura albanesa emprendida por su tío, el infante Luis...

Pero ya están ante el rey los enviados imperiales: don Alejo Branás y don Artemios Ventouris Roussos, que muchas reverencias hacen ante el monarca, y que no dejan de decir muchos "paracalós", "calímeras" y otras zalamerías que suenan muy bien al oido occidental, aunque quizás a don Carlos no le gustaría entender que eso de "Íse polí oréa" que don Artemios le está diciendo al oído a la reina doña Leonor, significa "eres muy guapa". Pero como todos son muy diplomáticos, la sangre no llega al "ton potamon", en cualquier caso...

Lo que no pasa inadvertido a los ojos del rey de Navarra es la escasez de la embajada de todo un emperador de Constantinopla: sólo dos hombres, aunque bien es cierto que el señor de Roussos vale por tres hombres, atendiendo únicamente a su complexión física.

E igual que hace tantos años ya, el rey de Armenia puso en un puño el corazón de los concurrentes contando sus desgracias y las de su patria, estos dos griegos no dejan de contar también historias muy tristes de las suyas, poniendo de manifiesto que si no se les ayuda rápido, la bandera turca muy pronto ondeará sobre Santa Sofía. Y esta lamentable perspectiva hace enfurecerse a las damas y a los caballeros presentes, que juran sobre las reliquias recién llegadas que no lo habrán de consentir mientras vivan.

Y para que no se les olvide su promesa, canta don Artemios Ventouris Roussos, que es al parecer también juglar además de embajador bizantino, una canción que llena de lluvia y de lágrimas a todos, pero también de esperanza en que el Imperio de Oriente, el país de los griegos, ha de mantenerse otros mil años más en pie, aunque los turcos un día se conviertan en norteños alemanes...


Y fue esto escrito el mismo día que para Grecia se abre -espero- una nueva época, y que murió el gran (en todos los sentidos) cantante griego Demis Roussos. 

Por cierto:

"Signómi, íme xénos ke dén miló elinicá..."

©Mikel Zuza Viniegra, 2015