martes, 5 de octubre de 2010

CIN-CUENTO: ALLÍ ME ENCUENTRO EN LA GLORIA...



Y menos pensando éste es el cuento número cincuenta que escribo en el blog, por lo tanto es el Cin-Cuento, así que me he agenciado a don Antonio Machado para que me ayude en tan entrañable conmemoración…

Ciudad de Soria, 27 de mayo de 1375

Todo está listo ya para la boda que se celebrará esta tarde entre la infanta Leonor de Castilla y el príncipe Carlos de Navarra. Un ejército de sirvientes ha aderezado ya el jardín rodeado por las pandas del claustro de la iglesia de San Pedro, y parece como si las arpías, los centauros, los dragones y todos los demás extraños seres tallados en sus capiteles fuesen los invitados principales a la ceremonia.

El padre del novio, siempre prudente, ha preferido no salir de su reino, temeroso de alguna emboscada del que pronto se convertirá en su consuegro, y ha despedido a su primogénito en la puente de Tudela, con mucho acompañamiento de ministriles y trompetas, que los esponsales de un descendiente en recta línea de San Luis de Francia, bien lo merecen.

Mientras espera a su prometido, la princesa, que es de mucho madrugar, acude a visitar al sabio alfaquí del barrio de la morería soriana. Mucha fama tiene éste de ser capaz de leer los destinos que cada persona ha de labrarse en este mundo, y por eso Leonor le ha encargado que confeccione un amuleto que haga que todas las fortunas recaigan sobre su matrimonio.

Y es por eso que el venerable Ismail lleva toda la noche tejiendo con sus propias manos una pequeña rodela hecha con lanas de cinco tonos. Es a saber:

El círculo más exterior es morado, como la bandera de Castilla, y simboliza a la princesa, que cuando sea madre concederá futuro y alegría a su dinastía. La siguiente órbita es de color rojo, que significa tanto el de la bandera del país del esposo como el de las heridas y problemas que todos los hombres han de afrontar a lo largo de su vida. A continuación viene la púrpura, pues son ambos contrayentes hijos de reyes, y reyes serán ellos y sus descendientes cuando Alá lo disponga. Luego vienen las hebras blancas como la leche, que marcan el luto para los seguidores del profeta, y eso es porque aunque sean los novios gente muy principal, han de recordar que la muerte nos alcanza a todos y a nadie perdona, ni al mendigo ni al rey. El centro del talismán es para el verde purísimo que Dios concedió únicamente a las montañas más altas, a los mares más profundos y a los ojos de Leonor, que cuando parpadean le recuerdan a Ismail el ondear al viento de las triunfantes banderas del Islam, aunque ella, por ser cristiana, no lo sepa y él jamás se atreva a decírselo, por el respeto debido a una princesa, aunque sea infiel.

Y cuando su obra está terminada, recita sobre ella el anciano varias suras del Corán, para que el demonio no lance su poder contra la flamante pareja. Y se niega a cobrar nada a la infanta por su trabajo, a la que desea toda la felicidad que su corazón pueda albergar. Y cuando Leonor vuelve a su palacio con tan sin par escarapela, escucha a los heraldos anunciar la llegada de Carlos a la ciudad, donde es recibido por las autoridades con un magno convite delante de la iglesia de Santa María la Mayor, y no faltan en él los torreznillos, que son unos tocinos muy convenientemente fritos, que aunque por ser de cerdo hacen perder el agrado a moros y judíos, quitan el sentido a los cristianos, porque ciertamente son bien sabrosos y apetecibles. Y muy conforme le parece todo aquello al príncipe navarro, que es conducido por la concurridísima calle Collado, donde parece pasear toda la gente que dentro de aquellas murallas habita, hasta el Casino de la Amistad, donde los más notables ciudadanos tienen su asiento habitual, y allí le es ofrecido también otro aperitivo, y de allá pasa la regia comitiva a la cercana taberna de vinos Lázaro, donde además de un rico bacalao y unos frutos secos traídos del otro lado del mar que diz que se llaman cacahuetes, prueba la limonada, que es un vino mezclado con zumo de limón y otras especias que tienen los sorianos costumbre de mezclar cuando la Semana Santa. Y con tan especial brebaje aún en el paladar, salen todos a contemplar los despojos que dejó Roma de un pueblo que allí vivió antes incluso de los días de Nuestro Señor Jesucristo, y Carlos deposita ante las piedras numantinas una corona de acebo traída desde Navarra, que por ser un reino muy pequeño, comprende bien a quienes tienen el valor de enfrentarse –aunque sea sin esperanza- a los que son mucho más poderosos…

Y ya es hora de retirarse a su posada a descansar antes de la boda, pues ve el príncipe que es aquella ciudad muy bella y dispuesta a toda clase de bienes, y prefiere no tentar a la Providencia…

A las seis, toda la corte castellana y los acompañantes navarros rodean a la feliz pareja que, recién pronunciados los votos nupciales ante el obispo, queda sola junto al pozo, mientras los invitados pasan al salón donde se celebrará el banquete.

Carlos quiere entonces decirle algo, pero Leonor le pide que calle y escuche al viento que corre por entre las tracerías, que les trae ecos de olmos viejos, hendidos por el rayo, a los que con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas verdes les habrán salido. Ese mismo sol que les acaricia ahora mientras permanecen en silencio…

Y cuando termina la fiesta, todo el séquito emprende el regreso hacia Navarra, y Carlos y Leonor viajan en palanquín, desde el cual, al descorrer la cortina, pueden

volver a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria.

Álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
que con ellos siempre irán, pues su corazón los lleva…


Y ella apoya su cabeza en el hombro de él, que querría para no lastimarla que el duro hueso se convirtiera en esponjoso musgo del que cubre las hayas de Aralar o en mullido cojín relleno de plumas de ansarón de Zolina, menos suaves de todas formas que la trenza de Leonor, que le acaricia la barbilla y de la que pende una preciosa rueda de lana de cinco colores, que a Carlos le parece presagio de todo tipo de venturas...




© Mikel Zuza Viniegra, 2010