domingo, 9 de mayo de 2010

FASHION VICTIM



Madrugada del 13 de febrero de 1390.

Carlos, tercero de ese nombre en la nómina de los reyes de Navarra -como ordena el Fuero- está velando toda la noche en la catedral de Pamplona. El mismo lugar donde, por la mañana, será finalmente coronado. Hace ya tres años que murió su padre, y gobierna efectivamente desde entonces, pero sus desavenencias con la reina y muchos otros problemas de cariz político han retrasado tan importante ceremonia.

Solo, en mitad de la nave, rodeado por las tumbas de quienes le antecedieron en el trono, y con muchas horas de vigilia por delante, no puede dejar de lamentar, como cada vez que entra en el templo, que semejante fábrica esté construida con el bárbaro arte que los antiguos consideraron bello. Pero a él, que ha visto con sus propios ojos las vertiginosas agujas que rascan los cielos de Francia, las etéreas y apuntadas bóvedas sostenidas por delicados arbotantes, o las vidrieras que bañan de cientos de brillantes colores hasta los interiores de la más modesta iglesuela, aquel mazacote de pesados sillares, aquellos arcos de medio punto, y aquellas enormes columnas coronadas por capiteles donde ridículas representaciones de demonios se agolpan sin orden alguno, ofenden su refinado gusto.

A partir de mañana, piensa, muchas cosas cambiarán en Navarra. Se acabaron las guerras en las que nos metió mi padre, todos los recursos que en ellas se empleaban se utilizarán ahora en la construcción de edificios que perpetúen la memoria de quien mandó erigirlos: nuevos palacios, nuevos jardines y sobre todo, una nueva catedral en la que sus sucesores puedan coronarse y ser sepultados sin pasar vergüenza, cómo a él ahora mismo le está sucediendo. Sobre todo cuando piensa que mañana será precisamente el cardenal Pedro de Luna, acostumbrado a los lujos de los palacios e iglesias de Aviñón, quien lo corone.
 

Así que mirando de reojo a la plateada imagen que desde lo alto preside aquel sagrado espacio, y cuya cubierta metálica reverbera a la luz de las candelas, se encamina hacia la capilla de San Esteban, recién terminada, y donde aún se guardan las herramientas utilizadas por los obreros, escoge el mazo más pesado y el escoplo más punzante, y velozmente asciende hasta las bóvedas por la escalera de caracol de la torre de los canónigos. Y ya sobre las claves de los arcos fajones que llevan casi trescientos años sosteniendo los cañones de piedra, pica febrilmente durante horas entre las juntas tan bien labradas, y al contrario de los sacamuelas que arrancan los dientes podridos de los villanos, él va royendo rocas perfectamente sanas y apartando tejas totalmente nuevas sin el menor miramiento.

Sólo se detiene cuando los primeros rayos de sol se cuelan por los estrechos respiraderos. Entonces tira bien lejos las herramientas y se sacude el polvo de la ropa. Baja de nuevo a la nave y arrodillándose reza, casi reta, a Santa María:

Todo lo hago por dar más lustre y riqueza a tu santa casa. Más si juzgas, quizás acertadamente, que no es más que por orgullo por lo que me he lanzado a locura semejante, que dentro de unas horas, cuando los doce ricoshombres me tengan alzado sobre el pavés, caiga sobre nosotros tu justa cólera transformada en piedra…

Y por más que se esfuerza en advertir el más ligero cambio en la expresión de la imponente talla, no ve Carlos gesto que lo disuada de su proyecto, que cree definitivamente sancionado por los Cielos cuando la ceremonia de su coronación transcurre sin el menor incidente…

“La lluvia, la nieve y el viento –piensa mientras mira desde lo alto del escudo hacia arriba- serán mis aliados, y en poco tiempo tendremos en Pamplona una Catedral de la que puedan envanecerse todos los navarros, y cause la envidia de los extraños. Y si he de condenarme por ello, espero al menos que el Infierno esté construido en el mismo estilo que el de los templos franceses…”


PD: El 1 de julio de 1390 se hundió la techumbre de la catedral románica de Pamplona, y la primera piedra del templo gótico que la sustituyó, fue colocada el 27 de mayo de 1394, en una ceremonia presidida por don Lancelot, el hijo bastardo del rey Carlos III.

Laus Deo.

© Mikel Zuza Viniegra, 2010